lunes, 16 de marzo de 2009

Para el que se anime

Bueno, aquí les dejo un ensayo de filosofía que hice para un ramo. Es bien largo y quizás a la mayoría le de lata. Pero nunca antes escribí algo con tanto cuidado y dedicación, y además, creo que es accesible para (casi) todo el mundo., y sirve para sacarlo a uno un poco de sus preocupaciones habituales. Le prometo al que lo lea que lo hará reflexionar más que leer a Cohelo o "El Secreto" (Para el que todavía lee esas cosas: supere la prueba. Los libros de auto-ayuda solo ayudan a su autor..... a hacerse rico, claro)

Lo asombroso y lo cotidiano



Introducción al asombro


Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto.”(Franz Kafka, la Metamorfosis)

Con estas palabras se inicia la pesadilla que Franz Kafka dibuja en “La Metamorfosis”. En ella, la transformación es sólo el comienzo de la obra. Luego de saberse insecto, Gregorio Samsa pretende continuar con su vida, acudir al trabajo y de alguna forma, convivir de manera natural con la nueva situación. La fuerza de los hechos, sin embargo, demostrará ser más fuerte, y al cabo de las horas y los días, tanto él como su familia asumen que la nueva naturaleza de Gregorio, requiere de ciertos ajustes a la forma de vida que hasta el momento todos habían llevado. Pero hay algo que nos llama la atención en el libro —ya desde los primeros párrafos— y es que el asombro que tanto para el protagonista como para sus cercanos debiese haberse hecho profundo y prolongado (después de todo se había convertido en un bicho) dura muy poco, o es de hecho inexistente. Pues, tras un superficial “¿qué me ha pasado?” la primera preocupación del protagonista esa mañana, es acudir al trabajo, luego le interesan las reacciones de su familia, después su comodidad y por último, nada más que su supervivencia.
Dicha imposición de la cotidianeidad por sobre el asombro es un fenómeno que, como nos afecta como seres humanos de manera habitual, por mucho que nuestra situación al despertar, no sea la de vernos convertidos en alguna horrible criatura. Porque en realidad, la circunstancia de –cada mañana- saberse humano, saberse un yo no es −como veremos− muy diferente de la de reconocerse una cucaracha. Y nuestra reacción al respecto no es distinta de la de Gregorio Samsa; vale decir, hacemos primar la cotidianeidad por sobre el asombro. Pero ¿qué es lo cotidiano? el diccionario de la Real Academia define cotidiano sencillamente como “diario”[1]. En ese sentido, y dándole un carácter metafísico a aquello, podemos decir que hacer primar lo cotidiano implica preocuparse solamente de lo más inmediato y emergente, tomando así las preocupaciones del día a día como las únicas existentes. Cualquier reflexión que vaya un poco más allá de dichas preocupaciones habituales se considerará vana, inútil, bizantina. El concepto de cotidianeidad será, en todo caso, especificado más adelante al referirnos a “la caída” en las cosas. Valga por el momento señalar solamente que la imposición de la cotidianeidad es el rechazo a la filosofía, que nace de su actitud contraria: el asombro ante el absurdo de la existencia.
Vamos a tomar entonces “La Metamorfosis” como si fuera lo siguiente: Un cierto experimento de Kafka que consiste en pensar lo más absurdo que a un hombre pueda ocurrirle un día en la mañana. Y que demuestra, que a pesar de lo absurdo de la situación, un hombre cualquiera rechazará lo inverosímil y se aferrará con fuerza a sus pocas certezas y compromisos. El experimento viene así a enseñarnos que aún en las situaciones más extremas, la tendencia natural del ser humano es alejarse del asombro y aferrarse a lo cotidiano. Es, en ese sentido, una cierta refutación a la metafísica naturalis de Aristóteles, pero no en el plano de la argumentación, si no solamente mediante un contraejemplo poderoso. Veremos más adelante, si tal escape al asombro es en realidad posible.

La caída en lo cotidiano

Habíamos señalado que nuestra situación como seres humanos, no es en lo esencial diferente a la de Gregorio Samsa en la mañana en la que se despertó convertido en un insecto. Esa es una afirmación que, por cierto, requiere ser justificada, que es lo que en lo sucesivo se intentará.
El asombro es la reacción natural del hombre frente al absurdo. Y el absurdo en general nace de la contradicción que se da entre una acción y el mundo que la supera (Cf. Camus, 1953, p.32). Así, podemos decir que la vida humana es absurda “porque ignoramos las dudas que sabemos que no podemos aclarar, y continuamos viviendo con una seriedad casi intacta a pesar de éstas” (Nagel, 1981, p.37) Lo que hace absurda a nuestra existencia es poseer, por un lado, una pretensión o casi necesidad de explicar el mundo, pero por otra parte, saber que no contamos con las herramientas para tal tarea, y que eso hace del mundo algo inexplicable e irracional. En palabras de Camus: “Pero lo que resulta absurdo es la confrontación de ese irracional (el mundo) y ese deseo desenfrenado de claridad cuyo llamamiento resuena en lo más profundo del hombre” [2](Camus, 1953, p.26). Podemos entonces ver el absurdo como una ecuación en la que concurren dos factores: tenemos por una parte la expectativa de comprender el mundo y su sentido, pero por otra parte tenemos una realidad que aunque nos da ciertas certezas, se muestra en última instancia como misteriosa e inescudriñable. En “La Metamorfosis” observamos que uno de los factores de la ecuación ha sido exacerbado. Pues si la realidad es ya de suyo inexplicable, el hecho de convertirse en bicho la hace aún peor. Entonces, como una forma de eludir el absurdo, Gregorio Samsa olvida su afán omnicomprensivo y se refugia en lo cotidiano.
Tal rechazo a lo asombroso, ha sido llamado por Heidegger la “caída del Dasein” (Heidegger, 1997, p.98)[3]. Esto implica que a pesar de que existe un yo enfrentado al mundo, a pesar de que ese yo posee una libertad que es un barco con timón pero sin destino, y a pesar de que, en suma, la pregunta de Leibniz: ¿Por qué hay el ente y no, más bien, la nada? (Leibniz en Rivera 1999, p. 58) quede del todo sin resolver; a pesar de todo eso, digo, el hombre prefiere refugiarse en lo cotidiano, en lo óntico como diría Heidegger, en tal obligación de mañana, el almuerzo de hoy, el programa televisivo de la noche o cualquier otra preocupación más o menos cercana. En el caso en cuestión, la caída en lo cotidiano es aún más palpable, puesto que la primera preocupación de Samsa esa mañana no es ¿por qué me he convertido en un insecto? si no ¿cómo hago para levantarme y llegar al trabajo?
Y nos preguntamos entonces ¿por qué a pesar de lo absurdo de nuestra situación nos aferramos a lo cotidiano? Para Heidegger: “La presunción del uno de alimentar y dirigir la vida plena y auténtica procura al Dasein una tranquilización para la cual todo está en perfecto orden” (Heidegger, 1997, p.200). Vale decir, el rechazo a lo asombroso le procura al yo una sensación de tranquilidad y de control. El mundo parece ser un universo explicable, o más bien explicado del todo, en el cual el sujeto tiene claro en apariencia de donde viene y hacia adonde va. A fin de cuentas, el Universo de Gregorio Samsa se ve reducido a su situación actual, y a las posibilidades que ella conlleva. Su existencia se ve cercada, con el fin de no tener que preguntarse mucho por las circunstancias en las que se encuentra. Entonces aquello que es de suyo misterioso queda fuera de cuestionamientos para evitar que se agiten las aguas. Ese universo cerrado y en apariencia perfecto es lo que hemos denominado lo cotidiano. Por lo mismo, la reflexión acerca de la metamorfosis, al considerarse un problema que queda más allá de lo estrictamente cotidiano, no llega a verificarse. Y una vez rechazado el asombro, sólo queda –para Heidegger- una curiosidad superficial, que busca solamente la novedad por la novedad misma. El hombre se torna así, un ser alienado de su verdadera realidad.

El problema de la alienación

Respecto a lo que hemos dicho, surge una interrogante del todo relevante, esta es: ¿cuál es el problema de la visión netamente cotidiana? Ya hemos visto que tal actitud es bastante natural porque nos otorga una cierta tranquilidad, y hemos visto además, que aunque solo de manera aparente, pone las cosas en un relativo orden. Todo se hace al parecer, claro y distinto, todas las interrogantes profundas se encuentran respondidas, o no alcanzan siquiera a ser planteadas. Entonces ¿Cuál es el problema de todo ello? Pues gracias a esa actitud Gregorio Samsa puede mantenerse tranquilo y sereno, aún en la desconcertante situación en la que se encuentra; y así mismo, el hombre en general, al no cuestionarse lo que no es capaz de comprender puede llegar a tener una vida más plena que la que tendría si se preocupara por estos asuntos.
Podría responderse que lo negativo de dicha actitud es que el orden del mundo, el control, es una mera apariencia. Vale decir, no conocemos las respuestas a las interrogantes profundas del mundo pero estamos en realidad engañados por una ilusión, que nos hace creer que sí las conocemos. Así, lo negativo de la visión meramente cotidiana sería el hecho de que vivimos en la ilusión de que comprendemos el mundo, pero esto no es real.
Sin embargo podría atacarse a su vez tal argumento diciendo que en realidad en sí mismo, el engaño no es del todo pernicioso. Gregorio Samsa no se cuestiona el hecho de haberse convertido en insecto, y justamente por ello, no le angustia el haberse transformado, vive su vida con calma y tranquilidad —dentro de lo posible— y esa calma es lo que le salva de la desesperación. Es en definitiva una bendita ignorancia. Y el hecho de estar engañado, o alienado puede para alguien ser ontológicamente impropio de un ser humano, y a los grandes filósofos puede incluso repugnarle, pero en última instancia, no nos daña o mejor dicho, nos libera de preocupaciones. Así ¿no será quizás lo más sensato tomar la actitud de Gregorio Samsa? ¿No será mejor seguir engañado por las sombras de la caverna antes que despertar a la dura realidad?

La muerte: reaparición de lo asombroso

El mundo de lo cotidiano puede ser más cómodo, pero en estricto rigor, no es posible para el hombre vivir siempre acotado a él. Esto ocurre porque lo absurdo tiene una manera insalvable de presentarse en nuestras vidas: la muerte. Así, por mucho que yo rechace las reflexiones filosóficas de todo tipo, por mucho que me aferre como un perro de presa a la cotidianeidad, y no desee jamás mirar un poco sobre ella, tarde o temprano me voy a ver enfrentado a la reflexión acerca de mi propia muerte. Porque como dice Sartre, la muerte es a fin de cuentas el triunfo de lo absurdo: “Es absurdo que hayamos nacido, es absurdo que muramos (Sartre 1966, p. 668) Y dicho triunfo, es ante todo inexplicable pero también ineludible. Así, el horizonte de lo cotidiano, a pesar de ser un mundo cerrado en sí mismo tiene una grieta por la cual parece escapársele el sentido. En efecto, como habíamos señalado anteriormente, la exclusiva preocupación por la cotidianeidad le provee al yo un universo explicado, en el cual lo absurdo no tiene ya cabida. Pero no obstante aquello, la reflexión acerca de la propia muerte logra introducirse en ese horizonte de lo cotidiano, porque posee un doble cariz: es por un lado la puerta hacia lo asombroso, pero es por otro lado, una preocupación cotidiana.
Y así, si he de reflexionar la muerte, he de reflexionar la vida. Y reflexionar la vida es reflexionar el yo, la existencia. Y pensar la existencia, por su parte, me lleva a pensar el ser en general, y la conexión que éste pueda tener con la divinidad. En suma, la muerte abre las puertas del asombro y de la filosofía aún a las mentes menos ocupadas en dichos temas.
Con todo, aún incluso bajo el panorama de la muerte alguien podría plantear que es posible la actitud contraria: no reflexionar sobre ella. Eso es justamente lo que ocurre en “La Metamorfosis”. Pues tras una penosa existencia como insecto al final Gregorio —herido por su propio padre— deja de comer, y con el pasar de los días y las semanas su cuerpo se va debilitando cada vez más hasta que finalmente fallece. Lo destacable aquí es la reacción de sus familiares ante el nuevo suceso. Tras una breve contemplación del cadáver y un lacónico: “Bueno, ahora podemos dar gracias a Dios” (Kafka, 2006, p.98), el padre se limita a preguntarle a la sirvienta por el desayuno y a echar a los inquilinos de casa; la madre no expresa nada y propone salir a pasear; y la hermana, sólo repara en la delgadez del cadáver y acepta la invitación de su madre. Luego, todos abandonan la casa, salen a caminar y se contentan de las nuevas perspectivas que les ofrece la vida a partir de ese momento. La muerte de Gregorio, o su propia existencia, no vuelve ya a ser tema de conversación, y las ocupaciones cotidianas se toman rápidamente le vida de los tres personajes. Kafka nos ha mostrado así, que aún ante la muerte, que como habíamos dicho es una puerta hacia lo asombroso, la metafísica naturalis puede seguir quedando refutada.
A pesar de lo anterior, hemos de rebelarnos contra la actitud de la familia de Gregorio, y destacar que en estricto rigor el cuento no es más que una ficción. Esto justamente en virtud de aquel doble cariz que le hemos asignado a la muerte, y que pasamos ahora a detallar: Por un lado la faz que mira a lo asombroso es la más fácil de comprobar. Pues pensar en la muerte implica necesariamente tomar distancia de la situación cotidiana. Cuando me pienso como mortal, veo mi vida como un todo, como si yo fuera un espectador de la misma. Y tal distancia es la que hace surgir el absurdo y consiguientemente el asombro, porque la he de comparar con mi vida cotidiana y me doy cuenta de que nada de lo que hago tiene un sentido o una explicación clara.
En el otro sentido, para entender la cara cotidiana de la muerte digamos en primer lugar, con Heidegger, que ella es un hecho propio del yo, indelegable e insustituible: Nadie puede tomarle a otro su morir (Heidegger 1997, p.261). Además, el Dasein está siempre en un estado “muriente”: “Apenas un hombre viene a la vida, ya es bastante viejo para morir” (Heidegger, 1997, p.266). Sin embargo, la actitud natural de la cotidianeidad, consiste de hecho en la negación de la muerte como un hecho propio de mi yo, mediante una aceptación superficial de la misma. La muerte es algo que “a uno le ocurre” dice la gente en la cotidianeidad, y en esa expresión se esconde un escape al fenómeno, porque ese “a uno” no es en realidad el yo (cf. Heidegger, 1997, p.273). Pero aún en esa aceptación superficial, se esconde el hecho de que “de algo” se está arrancando:
La cotidianeidad cadente del Dasein conoce la certeza de la muerte, y aún así esquiva el estar cierto. Pero este esquivamiento atestigua fenoménicamente, desde aquello que él esquiva, que la muerte debe ser comprendida como la posibilidad más propia, irrespectiva, insuperable y cierta” (Heidegger, 1997, pp. 277-278)
Así, a pesar de que en nuestra cotidianeidad escapemos de la muerte como algo propio, tal escape no logra su cometido, puesto que aún en tal caso el “Dasein cotidiano está vuelto hacia su fin” ( Heidegger 1997, p.278). Así, la muerte logra colarse en ese universo cerrado y explicado de lo cotidiano, y a partir de ella comienza a resquebrajarse esa esfera. De hecho, para Heidegger, a raíz de la concepción de la muerte en lo cotidiano nos deslizamos al verdadero sentido de la misma. Sentido que pertenece ya a la esfera de lo asombroso.
Comprendemos ahora que a partir de la muerte surge necesariamente el absurdo, a partir del absurdo nace el asombro y aquello da paso a la filosofía. Ya decía Heidegger: “filosofamos constante y necesariamente en cuanto existimos como hombres” (Heidegger 1999, p. 19) Pero en realidad ¿cómo entender esto? Pues podemos ver que libros de filosofía y discusiones de esa índole son solo asunto de unos pocos, no de todos los humanos. La razón de aquello es que lo que habitualmente conocemos por “filosofía” no es más que la aplicación técnica y sistemática a problemas de índole filosófica, los cuales todos los hombres poseen en cuanto son autoconcientes. Y dicha autoconciencia, aunque pueda esconderse por mucho tiempo, no soporta seguir oculta ante la visión de la muerte; y más aún, tampoco podemos esquivarla una vez que ha aparecido: “El modo de evitar la importante conciencia de sí mismo, sería nunca haberla tenido u olvidarla; y ninguna de estas dos cosas puede lograrse con la voluntad” (Nagel, 1981, p.48) Por lo tanto, ningún hombre puede esquivar la filosofía, aunque no al modo de una disciplina técnica y sistemática, sino tomándola como el modo de ser propio del hombre, que considera su vida trascendiendo lo cotidiano. Por ello dice Camus, que la peor parte del castigo de Sísifo[4] no es el momento en el que, sin pensar mucho, va subiendo poco a poco la roca. Lo peor es la caminata a la base de la montaña una vez que ésta ha caído, porque solo ahí se da cuenta Sísifo de lo absurdo de su misión:
“Sísifo me interesa durante ese regreso, esa pausa. (…) Esta hora que es como una respiración y que vuelve tan seguramente como su desdicha, es la hora de la conciencia” (Camus, 1953, p 95)
Es ese momento de pausa frente al quehacer cotidiano, esa mirada a lo asombroso de la existencia, lo que desde siempre nos ha distinguido de las cucarachas.

Bibliografía

· Kafka, Franz; “La Metamorfosis”. Buenos Aires; Losada, 2006.
· Verneaux, Roger; “Lecciones sobre existencialismo: Kierkegaard, Husserl, Heidegger, Sartre, Marcel”. Buenos Aires; Club de Lectores, 1957.
· Heidegger, Martin, “Ser y tiempo”. Santiago, Chile; Universitaria, 1997.
· Heidegger, martin, “Introducción a la Filosofía”. Madrid; Cátedra 1999.
· Rivera, Jorge Eduardo; “De asombros y nostalgias: ensayos filosóficos” Valparaíso: Universidad de Playa Ancha, Facultad de Humanidades, 1999.
· Aristóteles “Metafísica” Buenos Aires: Sudamericana, 1978.
· Sartre, Jean Paul; “El ser y la nada: ensayo de ontología fenomenológica” Buenos Aires; Losada, 1996.
· Nagel, Thomas, “La muerte en cuestión: ensayos sobre la vida humana” México; Fondo de Cultura Económica, 1981.
· Camus, Albert, “El mito de Sísifo” Buenos Aires; Losada, 2004.

[1] Fuente: www.rae.es
[2] Lo que está entre paréntesis en la cita es aporte propio.
[3] El concepto de Dasein, que ha sido traducido en otras ediciones por ser-ahí,se ha mantenido sin traducir en la edición que tenemos a la vista. Para éste trabajo, háganse equivalentes las expresiones “Dasein” y “yo”.
[4] Sísifo es según Homero, un mortal que fue condenado por los dioses a eternamente subir una roca hasta la cima de una montaña para luego verla caer y volver a subirla.

lunes, 9 de marzo de 2009

Viaje al desierto




Don Pedro despierta a las 5:45 todos los días. A las 7:00 ya está duchado, afeitado, desayunado y vestido a media cuadra de su casa esperando micro. A las 8:45 está llegando a su trabajo: un edificio del barrio alto en el que oficia de conserje y a veces de gásfiter y electricista para la innumerable cantidad de inquilinas de la tercera edad que no son capaces de cambiar una ampolleta sin pedirle ayuda.

Don Pedro está por cumlplir 60 años. Nunca se casó. De joven fue errante y desordenado. Trabajó de minero allá por el 70 en Chuquicamata. Todo iba bien hasta que se enamoró de la Rosa Fuentealba, una puta morena y de ojos verdes que volvía loco a cualquier hombre que la mirase. Durante meses Don Pedro fue cada noche a visitarla a la Casa Rosada, y se quedaba con ella por horas después del sexo, ambos fumando y mirando el techo sin decirse nada. Con el tiempo la Rosa también se fue enamorando de don Pedro e idearon un plan para escaparse. Ya estaban en el bus que los llevaría a Santiago cuando apareció Irina, la dueña del local donde trabajaba la Rosa, acompañada de dos gorilas que la ayudaban: Juan Arriagada, ex minero de 120 kilos seducido por la vida bohemia, y el Lucho, que pesaba 132 y según la leyenda había sido luchador de los titanes del ring.

A la Rosa se la llevó la Irina literalmente de una oreja a su trabajo, y a Don Pedro los gorilas le dieron una zurra que le dejó la cara deshecha, la nariz quebrada y una pequeña cojera que hasta el día de hoy da testimonio de la golpiza que recibiera por amor. Además le juraron la muerte si se le veía otra vez por Chuqui, con lo cual a Don Pedro no le quedó otra que escapar.

Anduvo de errante por todo el país, pensando a veces en la Rosa, trabajando en la construcción en Concepción, cortando árboles en Lumaco, buscando centollas en Porvenir. Sin darse cuenta cómo, se vio de 55 años en Santiago, con unos cuantos conocidos, dos amigos, y sólo tres primos lejanos a los que veía en contadísimas ocasiones. El amor para don Pedro paso a ser esa pasión que fue ahogada cuando recíen nacía. Nunca pudo recuperar aquel tierno sentimiento de juventud que sintió por la Rosa. Nunca pudo entregárselo a nadie más. Todo se difuminó entre pilsenes y dominós, partidos del colo y chácharas para matar el tiempo.

Don Pedro cumple hoy sesenta y debe trabajar, pero a las 5:50 está pegado a la cama mirando el techo, también a las 8:20 y a las 12:45. Su jefe lo llama 4 veces al celular, antes de que decida apagarlo. Por fin a las tres de la tarde don Pedro se pone de pie. Se ducha y se peina como de costumbre, pero no se viste con ropa normal de trabajo, sino con su mejor ropa: una chaqueta a cuadros que algún día le regalara su jefe en Concepción, una camisa oscura y unos pantalones beige. Luego saca de debajo de su cama una oxidada caja de metal en la que hay 4 millones 600 mil quinientos veinte pesos. Todo ese dinero es guardado cuidadosamente en un portadocumentos de cuero café, que se pone bajo el brazo. Luego de tomar dos micros y bajarse en el terminal, don Pedro siente la necesidad de comprar flores: claveles rojos y blancos. A continuación, compra un pasaje de ida hasta Calama, el cual solo sale en 3 horas más. Por lo tanto se sienta en un banco a esperar, con un sandwich de pernil, un ramo de claveles rojos y blancos y un portadocumentos con 4 millones 600 mil quinientos veinte pesos.

Al día siguiente en la noche Don Pedro ya está en Calama, sólo armado de sus claveles algo marchitos y su portadocumentos. Arrienda una pieza en una residencial y se tiende sobre la cama, vestido y sin dormir en toda la noche. Al otro día en la mañana hace dedo hasta Chuqui, y llega alrededdor de las 12:30. Cuando camina por la calle principal su estupor es inmenso. La otrora ciudad llena de vida no es ya más que un pueblo fantasma, en el que ni siquiera los perros se atreven a merodear. Hacia el fondo, un cerro de escombros se traga la ciudad como si el desierto quisiera revindicar su lugar. Don Pedro camina por la calle tantas veces caminada y dobla en la esquina en la que solía doblar cuando iba a la casa Rosada. Pero los escombros detienen su camino justo en el lugar en el que debió haber comenzado la fachada de aquel lugar que le traía tantos recuerdos. Era tarde, el desierto ya se la había tragado.

A su derecha, en una casa, un hombre lo mira con curiosidad. Don Pedro se acerca a él y ve que el hombre debe ser unos 10 años mayor. Le pregunta sin más preámbulos:
- ¿Usté conoció a la Rosa Fuentealba? Ella trabajaba aquí en la Rosada.
El hombre lo mira por largo rato. Luego responde:
- No se de quien me habla, pasaron muchas chiquillas por aquí.
Don Pedro lo mira con resignación, y luego se para frente a la ladera de escombros, lanza los claveles sobre ella, da media vuelta y vuelve a Santiago.



(Si alguien quiere criticar, por favor critique, si no uno se cree después muy livianamente que sabe escribir)