
Don Pedro despierta a las 5:45 todos los días. A las 7:00 ya está duchado, afeitado, desayunado y vestido a media cuadra de su casa esperando micro. A las 8:45 está llegando a su trabajo: un edificio del barrio alto en el que oficia de conserje y a veces de gásfiter y electricista para la innumerable cantidad de inquilinas de la tercera edad que no son capaces de cambiar una ampolleta sin pedirle ayuda.
Don Pedro está por cumlplir 60 años. Nunca se casó. De joven fue errante y desordenado. Trabajó de minero allá por el 70 en Chuquicamata. Todo iba bien hasta que se enamoró de la Rosa Fuentealba, una puta morena y de ojos verdes que volvía loco a cualquier hombre que la mirase. Durante meses Don Pedro fue cada noche a visitarla a la Casa Rosada, y se quedaba con ella por horas después del sexo, ambos fumando y mirando el techo sin decirse nada. Con el tiempo la Rosa también se fue enamorando de don Pedro e idearon un plan para escaparse. Ya estaban en el bus que los llevaría a Santiago cuando apareció Irina, la dueña del local donde trabajaba la Rosa, acompañada de dos gorilas que la ayudaban: Juan Arriagada, ex minero de 120 kilos seducido por la vida bohemia, y el Lucho, que pesaba 132 y según la leyenda había sido luchador de los titanes del ring.
A la Rosa se la llevó la Irina literalmente de una oreja a su trabajo, y a Don Pedro los gorilas le dieron una zurra que le dejó la cara deshecha, la nariz quebrada y una pequeña cojera que hasta el día de hoy da testimonio de la golpiza que recibiera por amor. Además le juraron la muerte si se le veía otra vez por Chuqui, con lo cual a Don Pedro no le quedó otra que escapar.
Anduvo de errante por todo el país, pensando a veces en la Rosa, trabajando en la construcción en Concepción, cortando árboles en Lumaco, buscando centollas en Porvenir. Sin darse cuenta cómo, se vio de 55 años en Santiago, con unos cuantos conocidos, dos amigos, y sólo tres primos lejanos a los que veía en contadísimas ocasiones. El amor para don Pedro paso a ser esa pasión que fue ahogada cuando recíen nacía. Nunca pudo recuperar aquel tierno sentimiento de juventud que sintió por la Rosa. Nunca pudo entregárselo a nadie más. Todo se difuminó entre pilsenes y dominós, partidos del colo y chácharas para matar el tiempo.
Don Pedro cumple hoy sesenta y debe trabajar, pero a las 5:50 está pegado a la cama mirando el techo, también a las 8:20 y a las 12:45. Su jefe lo llama 4 veces al celular, antes de que decida apagarlo. Por fin a las tres de la tarde don Pedro se pone de pie. Se ducha y se peina como de costumbre, pero no se viste con ropa normal de trabajo, sino con su mejor ropa: una chaqueta a cuadros que algún día le regalara su jefe en Concepción, una camisa oscura y unos pantalones beige. Luego saca de debajo de su cama una oxidada caja de metal en la que hay 4 millones 600 mil quinientos veinte pesos. Todo ese dinero es guardado cuidadosamente en un portadocumentos de cuero café, que se pone bajo el brazo. Luego de tomar dos micros y bajarse en el terminal, don Pedro siente la necesidad de comprar flores: claveles rojos y blancos. A continuación, compra un pasaje de ida hasta Calama, el cual solo sale en 3 horas más. Por lo tanto se sienta en un banco a esperar, con un sandwich de pernil, un ramo de claveles rojos y blancos y un portadocumentos con 4 millones 600 mil quinientos veinte pesos.
Al día siguiente en la noche Don Pedro ya está en Calama, sólo armado de sus claveles algo marchitos y su portadocumentos. Arrienda una pieza en una residencial y se tiende sobre la cama, vestido y sin dormir en toda la noche. Al otro día en la mañana hace dedo hasta Chuqui, y llega alrededdor de las 12:30. Cuando camina por la calle principal su estupor es inmenso. La otrora ciudad llena de vida no es ya más que un pueblo fantasma, en el que ni siquiera los perros se atreven a merodear. Hacia el fondo, un cerro de escombros se traga la ciudad como si el desierto quisiera revindicar su lugar. Don Pedro camina por la calle tantas veces caminada y dobla en la esquina en la que solía doblar cuando iba a la casa Rosada. Pero los escombros detienen su camino justo en el lugar en el que debió haber comenzado la fachada de aquel lugar que le traía tantos recuerdos. Era tarde, el desierto ya se la había tragado.
A su derecha, en una casa, un hombre lo mira con curiosidad. Don Pedro se acerca a él y ve que el hombre debe ser unos 10 años mayor. Le pregunta sin más preámbulos:
- ¿Usté conoció a la Rosa Fuentealba? Ella trabajaba aquí en la Rosada.
El hombre lo mira por largo rato. Luego responde:
- No se de quien me habla, pasaron muchas chiquillas por aquí.
Don Pedro lo mira con resignación, y luego se para frente a la ladera de escombros, lanza los claveles sobre ella, da media vuelta y vuelve a Santiago.
(Si alguien quiere criticar, por favor critique, si no uno se cree después muy livianamente que sabe escribir)
3 comentarios:
buscando centollas en Porvenir... que recuerdos aquellos.
Para mi nivel literario está perfecto.
Creo que es el mejor cuento que te he leido.
No tengo reparo alguno.
Lo puse porque me acordé de ese viejo de Porvenir que buscaba centollas, el también había viajado por todos lados y había hecho de todo.
Publicar un comentario