lunes, 25 de julio de 2011

Apocalipsis Now!

Entre líneas, pueden oírse voces inquietas respecto al fin de los tiempos. Las profecías mayas son sólo un eco lejano nacido hace mucho en la selva yucatana, pero por diversas razones, muchos tienden a tomárselas en serio. La razón de ésta seriedad, más que la seriedad de la profecía misma de la cual muy poco sabemos (reto a alguno de mis escasos lectores a haber examinado la fuente original) viene dada por una serie de circunstancias que nos rodean, y que nos hacen pensar que se viene un quiebre violento, que las cosas no pueden seguir siendo como eran, que la ilusión modernista hace mucho ha pasado, y la desesperación posmodernista (que los intelectuales vieron hace mucho tiempo) está llegando al fin al hombre de a pie.

Pero el apocalipsis no es nada nuevo, tampoco sus señales. Quien fuera que escribió esta parte de la Biblia, tuvo la genial idea de incluir reseñas inquietantes pero muy comunes: guerras, plagas, muerte por doquier. ¿Acaso ha existido alguna época de la historia en la que no se hayan mezclado estos ingredientes en la coctelera del mundo? Por cierto que no, pero cada generación se ha creído la última, y eso desde siempre. Sin embargo, hay algunos que tienen más derecho a creérselo, los que han vivido en épocas que han pasado por crisis profundas.

De hecho, una de las principales razones que explica la explosiva expansión europea de una pequeña secta -que veneraba a un mártir crucificado en un cerro de una localidad desértica y relegada del Imperio Romano- es la insistencia en que el juicio final estaba muy cerca. Eso sumado al hecho de que dicha secta se expandió en una de las épocas más sangrientas y turbulentas de la historia hizo el trabajo, pues la gente se vio en una disyuntiva atroz: conviértete ahora o espera la condenación eterna que te caerá muy luego.

Los apocalipsis se han repetido, entonces innumerables veces en la historia de la humano. Pero para que las crisis sean vistas de esta manera, deben tener una característica común: ser tan severas que eliminen todo marco de referencia. Mi reino, mi ciudad, mi oficio, mi casa, los “buenos”, los “malos” ¿qué pasa cuando todo eso se borra de un plumazo? ¿Qué pasa cuando un grupo de hombres a caballo, como los Hunos, saquean mi pueblo? Matan, roban, queman, violan a placer. Destruyen, no sólo las vidas y cosas que me rodean sino mis marcos de referencia. Había un emperador que ahora huye o fue asesinado, la cosecha que venía y para la que me preparaba fue quemada, mis hijos masacrados, el templo y sus cultores son una misma ceniza, mis costumbres ya no son seguidas. ¿Cómo no creer, en tales circunstancias, que el mundo se está acabando? ¿Cómo no creerlo en medio de la peste negra, cuando una de cada tres personas que se conocían murieron? ¿Cómo no creerlo en la Polonia de 1939, o en la Cambodia de Pol Pot? La creencia en el apocalipsis es la natural tendencia a esperar que al fin todo acabe, que en esta película los buenos sí ganan, que la lucha de uno mismo es la lucha por el alma, por todas las almas.

¿Viene ahora, ahora sí que sí, el apocalipsis? Nuestros marcos de referencia no parecen estar tambaleando: los estados están ahí con altos y bajos pero funcionando, la economía al parecer funciona, la gente aún nace se reproduce y muere, hay guerras, pero lejanas o contenidas, que no alcanzan a amenazar el orden mundial. Pero para muchos parecen haber sombras en el horizonte. El capitalismo ha demostrado ser un sistema inarmónico con el planeta, los recursos se agotan de forma irreversible y nadie parece saber cómo encauzarnos hacia el buen camino, el sistema financiero mundial se la pasa de resfrío en resfrío y parece ser que se acerca un cáncer, las potencias mundiales hoy ocultan sus intenciones pero en cualquier minuto podrían atacarse mutuamente, las opiniones se hacen cada vez más ásperas, más intolerantes. Incluso nuestro país, de mítica somnolencia provinciana, parece estar más convulso que nunca.

Yo no sé qué pensar. Pero creo que el sistema es más frágil de lo que lo creemos. No bajarán los jinetes del apocalipsis pero sí se avizora alguna crisis severa, la sociedad de consumo está alcanzando sus límites máximos, y su declinación es un proceso natural.

lunes, 18 de julio de 2011

Maneras de ser

Ser como gota de agua cayendo al pavimento,
o como polilla coqueteándole a la ampolleta,
o cómo carcajada de funeral.
O más bien como gato blanco de anciana,
como bola de mantequilla al calor del verano,
como susurro de una noche de frío.
He ahí el dilema

jueves, 2 de junio de 2011

Matrimonio homosexual: ¿San Agustín contra Wittgenstein?

Más allá que una lucha por los derechos, la del matrimonio homosexual es una lucha por un símbolo. En efecto, los derechos que otorga el matrimonio no son muchos: hay algunos patrimoniales, otros de tipo sucesorio y otros beneficios que se encuentran dispersos en nuestras leyes: nada que una fórmula legislativa medianamente bien pensada y no tan polémica no pueda resolver. El tema de la adopción es cuento aparte, porque la actual ley de adopción no exige que los adoptantes estén casados (aunque sí los prefiere).

Por lo mismo, es lógico que el actual proyecto de uniones civiles no satisfaga a los grupos homosexuales: porque lo suyo es una lucha, no por los derechos que otorga el matrimonio, si no por el carácter simbólico del mismo, la carga social que tiene y que, creen ellos, le otorgará un nuevo cariz, no ya undergroung sino totalmente etablishment a las parejas de homosexuales. Pero, como veremos, la posibilidad o no de establecer la legalidad del matrimonio homosexual no pasa tanto por los vetustos argumentos de conservador vs. liberal, sino más bien por la concepción que tengamos del lenguaje, más específicamente, por la posición que tomemos entre la posición Wittgensteniana y Agustiniana del lenguaje.

Para comenzar a esclarecer esta tesis que a simple vista parece exagerada, partamos por establecer una primera premisa, ésta es, que la proposición “el matrimonio es una unión entre un hombre y una mujer” es de las que Kant llamó analíticas, i.e. que presentan dos elementos lógicamente equivalentes, pues en lo definido se encuentra ya, de forma implícita, la definición. Equivale en ese sentido a proposiciones como “ningún soltero es casado” o “la lluvia es agua que cae desde el cielo” proposiciones muy ciertas, pero que no explican nada más de lo que ya se sabía. Lo que quiero decir en palabras más sencillas es que el matrimonio, por definición, es una “unión entre un hombre y una mujer” y una “unión entre un hombre y una mujer” es un “matrimonio”, los términos se encuentran implícitamente ligados porque en definitiva representan una identidad del tipo a=a.

La razón por la cual afirmo tan categóricamente esto es de corte histórico. El matrimonio surge en tiempos y culturas diversas de manera espontánea, es tan antiguo como el hombre mismo o, a lo menos, tan antiguo como el sedentarismo. Lo que existe entonces, es una institución que consagra la vida en común de un hombre y una mujer, después (o a lo menos simultáneamente) surgen los nombres en lenguas remotas que instituyen dicha institución, y por cierto, mucho después aparece el latín matrimonium y nuestro castellanizado matrimonio. Como se ve, entonces, la palabra instituye lo que existe, la unión entre un hombre y una mujer, y es por lo tanto tan equivalente decir que “ningún soltero es casado” como que “el matrimonio es la unión entre un hombre y una mujer”, en el mismo sentido, es tan contradictorio en los términos decir “el matrimonio es la unión entre dos personas del mismo sexo” como “todos los solteros son casados”.

Ahora bien, hasta ahora sólo he señalado un estado de cosas, pero nadie ha dicho que las cosas no puedan cambiar. En definitiva, la pregunta que surge aquí es ¿podemos cambiar el concepto de matrimonio, y darle todo un nuevo sentido? O también ¿podemos, a pesar de la historia, darle un uso diferente a las palabras? Mi respuesta a esta pregunta es: si somos agustinianos no, si somos Wittgenstenianos sí.

Comencemos, entonces, por examinar la visión agustiniana del lenguaje. Éste autor representa la mirada tradicional (inocente dirían algunos) de que las palabras representan cosas u objetos que están más allá de ellos. En el génesis Dios crea las cosas y se las presenta al hombre para que éste las nombre. Cada palabra representa entonces una de las cosas previamente presentadas por Dios. Así mismo, los niños –nos dice San Agustín– aprenden a hablar porque ven a los adultos mostrar o relacionarse con las cosas mientras las nombran. Con el tiempo el niño aprenderá suficientes combinaciones entre cosas y nombres como para poder desarrollar un lenguaje. Existen, entonces, ciertas entidades extralingüísticas, y la palabra no es más que una sucesión de sonidos (que podría ser de otra forma) que se corresponden a dichas entidades. Así, a cada palabra corresponde una cosa y viceversa. Como se aprecia, hay un dejo de platonismo en esta teoría, lo que no es extraño si pensamos la gran influencia que Platón tuvo entre los primeros padres de la Iglesia.

No voy aquí a reproducir la genial e ilustrativa manera como Wittgenstein se hace cargo de esta teoría, sólo decir que para el autor vienés la mirada de San Agustín es excesivamente simplista (critica, por ejemplo, que la mirada agustiniana quizás explica bien el origen de los sustantivos ¿pero qué pasa con los verbos, adverbios, preposiciones, artículos, etc.?). Su postura, por el contrario, postula que el lenguaje se desarrolla sencillamente con la práctica. No es que el significado de una palabra sea un algo determinado, sino que el significado es sencillamente su uso. Podrán en ocasiones esos usos responder a cosas que estén más allá de ellos pero el lenguaje no se define por ellos sino por la práctica de las personas, que entre todas van buscando maneras de comunicación. Por lo mismo, los usos de las palabras son esencialmente variable[1].

Pasemos ahora al tema del matrimonio homosexual. Alguno ya habrá vislumbrado las conclusiones: Si creemos agustinianamente que la palabra “Matrimonio” se corresponde siempre y en todo lugar con una entidad externa que es la unión entre un hombre y una mujer, entonces llamar matrimonio a la unión de dos personas del mismo sexo es completamente contradictorio, y atenta contra esa entidad externa. En este caso, el hecho de que la proposición sea analítica tiene un tremendo peso, pues de mover yo una de sus partes, automáticamente muevo la otra. Así, yo no puedo decir que “la unión de dos personas de igual o diferente sexo” es un “matrimonio” porque sencillamente ¡estoy nombrando otra cosa! Y no esa entidad prelingüística que se llama “matrimonio”. Como vemos, la concepción agustiniana del lenguaje implica una cierta inamovilidad de la palabra que impide que le cambiemos su sentido. Desde este punto de vista, diría el agustiniano, llamemos a las uniones homosexuales “homotrimonio”, “gaytrimonio” o como queramos, pero no las llamemos “matrimonio” porque sencillamente no lo son.

Para el wittgensteniano, sin embargo, la situación es distinta. Su máxima es: el significado de una palabra es su uso. Así, si a partir de un determinado momento la palabra “matrimonio” comienza a significar “unión entre dos personas de igual o distinto sexo” no hay problema, sencillamente ha variado el “uso”. Algún wittgensteniano podría reclamar aquí que mi razonamiento no es exacto, pues si bien el autor vienes cree que los usos de las palabras son esencialmente variables, atribuye esa variabilidad a las prácticas que se dan de manera espontánea entre los individuos de una sociedad, y no a un acto de autoridad que venga a definir alguna cosa. Si bien esto es cierto, no es menos cierto que en ocasiones, ciertas palabras acuñadas por alguien entran en el uso (como la palabra “paradigma” que según he escuchado no se utilizaba mucho antes de Kuhn). Si ese alguien es en este caso es el legislador ¿Cuál es el problema?

Cerrando ya este asunto, he de decir que el hecho de que alguien sea wittgensteniano no implica que –necesariamente– esté a favor del matrimonio homosexual. Porque solo se ha dicho que la palabra puede cambiar de uso, pero no se ha dicho si esto es bueno o malo para la sociedad. Esa será una decisión de tipo moral, y no encuentro errado echar una miradita a la forma como se han desenvuelto las cosas en países que ya han dado este paso, antes de tomar una decisión. Pero por el contrario, sí es clara la posición de un agustinianao, quien no va a poder jamás aceptar el matrimonio homosexual por ser contradictorio en los términos.

Como ven, no he resuelto este problema ni mucho menos (tampoco me he “mojado el potito”, lo sé) pero a lo menos he mostrado la conexión profunda que existe entre un tema actual, y un dilema filosófico que nos parece muy elevado, pero que sin saberlo muchas veces separa las aguas de las opiniones de la gente, aunque quienes las profieran no tengan la menor idea de quienes fueron estos dos grandes pensadores.



[1] Wittgenstein es muy útil para refutar una estupidez que se escucha habitualmente entre los chilenos, sobre todo cuando se encuentran con algún extranjero: “es que los chilenos hablamos muy mal, dicen”. No es que hablemos mal ¡solo usamos el lenguaje de forma distinta a la de otros países de habla hispana!