Más allá que una lucha por los derechos, la del matrimonio homosexual es una lucha por un símbolo. En efecto, los derechos que otorga el matrimonio no son muchos: hay algunos patrimoniales, otros de tipo sucesorio y otros beneficios que se encuentran dispersos en nuestras leyes: nada que una fórmula legislativa medianamente bien pensada y no tan polémica no pueda resolver. El tema de la adopción es cuento aparte, porque la actual ley de adopción no exige que los adoptantes estén casados (aunque sí los prefiere).
Por lo mismo, es lógico que el actual proyecto de uniones civiles no satisfaga a los grupos homosexuales: porque lo suyo es una lucha, no por los derechos que otorga el matrimonio, si no por el carácter simbólico del mismo, la carga social que tiene y que, creen ellos, le otorgará un nuevo cariz, no ya undergroung sino totalmente etablishment a las parejas de homosexuales. Pero, como veremos, la posibilidad o no de establecer la legalidad del matrimonio homosexual no pasa tanto por los vetustos argumentos de conservador vs. liberal, sino más bien por la concepción que tengamos del lenguaje, más específicamente, por la posición que tomemos entre la posición Wittgensteniana y Agustiniana del lenguaje.
Para comenzar a esclarecer esta tesis que a simple vista parece exagerada, partamos por establecer una primera premisa, ésta es, que la proposición “el matrimonio es una unión entre un hombre y una mujer” es de las que Kant llamó analíticas, i.e. que presentan dos elementos lógicamente equivalentes, pues en lo definido se encuentra ya, de forma implícita, la definición. Equivale en ese sentido a proposiciones como “ningún soltero es casado” o “la lluvia es agua que cae desde el cielo” proposiciones muy ciertas, pero que no explican nada más de lo que ya se sabía. Lo que quiero decir en palabras más sencillas es que el matrimonio, por definición, es una “unión entre un hombre y una mujer” y una “unión entre un hombre y una mujer” es un “matrimonio”, los términos se encuentran implícitamente ligados porque en definitiva representan una identidad del tipo a=a.
La razón por la cual afirmo tan categóricamente esto es de corte histórico. El matrimonio surge en tiempos y culturas diversas de manera espontánea, es tan antiguo como el hombre mismo o, a lo menos, tan antiguo como el sedentarismo. Lo que existe entonces, es una institución que consagra la vida en común de un hombre y una mujer, después (o a lo menos simultáneamente) surgen los nombres en lenguas remotas que instituyen dicha institución, y por cierto, mucho después aparece el latín matrimonium y nuestro castellanizado matrimonio. Como se ve, entonces, la palabra instituye lo que existe, la unión entre un hombre y una mujer, y es por lo tanto tan equivalente decir que “ningún soltero es casado” como que “el matrimonio es la unión entre un hombre y una mujer”, en el mismo sentido, es tan contradictorio en los términos decir “el matrimonio es la unión entre dos personas del mismo sexo” como “todos los solteros son casados”.
Ahora bien, hasta ahora sólo he señalado un estado de cosas, pero nadie ha dicho que las cosas no puedan cambiar. En definitiva, la pregunta que surge aquí es ¿podemos cambiar el concepto de matrimonio, y darle todo un nuevo sentido? O también ¿podemos, a pesar de la historia, darle un uso diferente a las palabras? Mi respuesta a esta pregunta es: si somos agustinianos no, si somos Wittgenstenianos sí.
Comencemos, entonces, por examinar la visión agustiniana del lenguaje. Éste autor representa la mirada tradicional (inocente dirían algunos) de que las palabras representan cosas u objetos que están más allá de ellos. En el génesis Dios crea las cosas y se las presenta al hombre para que éste las nombre. Cada palabra representa entonces una de las cosas previamente presentadas por Dios. Así mismo, los niños –nos dice San Agustín– aprenden a hablar porque ven a los adultos mostrar o relacionarse con las cosas mientras las nombran. Con el tiempo el niño aprenderá suficientes combinaciones entre cosas y nombres como para poder desarrollar un lenguaje. Existen, entonces, ciertas entidades extralingüísticas, y la palabra no es más que una sucesión de sonidos (que podría ser de otra forma) que se corresponden a dichas entidades. Así, a cada palabra corresponde una cosa y viceversa. Como se aprecia, hay un dejo de platonismo en esta teoría, lo que no es extraño si pensamos la gran influencia que Platón tuvo entre los primeros padres de la Iglesia.
No voy aquí a reproducir la genial e ilustrativa manera como Wittgenstein se hace cargo de esta teoría, sólo decir que para el autor vienés la mirada de San Agustín es excesivamente simplista (critica, por ejemplo, que la mirada agustiniana quizás explica bien el origen de los sustantivos ¿pero qué pasa con los verbos, adverbios, preposiciones, artículos, etc.?). Su postura, por el contrario, postula que el lenguaje se desarrolla sencillamente con la práctica. No es que el significado de una palabra sea un algo determinado, sino que el significado es sencillamente su uso. Podrán en ocasiones esos usos responder a cosas que estén más allá de ellos pero el lenguaje no se define por ellos sino por la práctica de las personas, que entre todas van buscando maneras de comunicación. Por lo mismo, los usos de las palabras son esencialmente variable[1].
Pasemos ahora al tema del matrimonio homosexual. Alguno ya habrá vislumbrado las conclusiones: Si creemos agustinianamente que la palabra “Matrimonio” se corresponde siempre y en todo lugar con una entidad externa que es la unión entre un hombre y una mujer, entonces llamar matrimonio a la unión de dos personas del mismo sexo es completamente contradictorio, y atenta contra esa entidad externa. En este caso, el hecho de que la proposición sea analítica tiene un tremendo peso, pues de mover yo una de sus partes, automáticamente muevo la otra. Así, yo no puedo decir que “la unión de dos personas de igual o diferente sexo” es un “matrimonio” porque sencillamente ¡estoy nombrando otra cosa! Y no esa entidad prelingüística que se llama “matrimonio”. Como vemos, la concepción agustiniana del lenguaje implica una cierta inamovilidad de la palabra que impide que le cambiemos su sentido. Desde este punto de vista, diría el agustiniano, llamemos a las uniones homosexuales “homotrimonio”, “gaytrimonio” o como queramos, pero no las llamemos “matrimonio” porque sencillamente no lo son.
Para el wittgensteniano, sin embargo, la situación es distinta. Su máxima es: el significado de una palabra es su uso. Así, si a partir de un determinado momento la palabra “matrimonio” comienza a significar “unión entre dos personas de igual o distinto sexo” no hay problema, sencillamente ha variado el “uso”. Algún wittgensteniano podría reclamar aquí que mi razonamiento no es exacto, pues si bien el autor vienes cree que los usos de las palabras son esencialmente variables, atribuye esa variabilidad a las prácticas que se dan de manera espontánea entre los individuos de una sociedad, y no a un acto de autoridad que venga a definir alguna cosa. Si bien esto es cierto, no es menos cierto que en ocasiones, ciertas palabras acuñadas por alguien entran en el uso (como la palabra “paradigma” que según he escuchado no se utilizaba mucho antes de Kuhn). Si ese alguien es en este caso es el legislador ¿Cuál es el problema?
Cerrando ya este asunto, he de decir que el hecho de que alguien sea wittgensteniano no implica que –necesariamente– esté a favor del matrimonio homosexual. Porque solo se ha dicho que la palabra puede cambiar de uso, pero no se ha dicho si esto es bueno o malo para la sociedad. Esa será una decisión de tipo moral, y no encuentro errado echar una miradita a la forma como se han desenvuelto las cosas en países que ya han dado este paso, antes de tomar una decisión. Pero por el contrario, sí es clara la posición de un agustinianao, quien no va a poder jamás aceptar el matrimonio homosexual por ser contradictorio en los términos.
Como ven, no he resuelto este problema ni mucho menos (tampoco me he “mojado el potito”, lo sé) pero a lo menos he mostrado la conexión profunda que existe entre un tema actual, y un dilema filosófico que nos parece muy elevado, pero que sin saberlo muchas veces separa las aguas de las opiniones de la gente, aunque quienes las profieran no tengan la menor idea de quienes fueron estos dos grandes pensadores.
[1] Wittgenstein es muy útil para refutar una estupidez que se escucha habitualmente entre los chilenos, sobre todo cuando se encuentran con algún extranjero: “es que los chilenos hablamos muy mal, dicen”. No es que hablemos mal ¡solo usamos el lenguaje de forma distinta a la de otros países de habla hispana!
4 comentarios:
Se nota que en algún minuto del día te detienes a leer lacuarta.cl una fuente inagotable de wittgenstanismo...eso creo. A todo cachete tu texto.
Como bien ha comentado el primer ministro Cameron, no hay nada más conservador que el matrimonio. Por eso me pareció un error cuando ZP legalizó los matrimonios homosexuales en lugar de equiparar las uniones civiles y parejas de hecho con los matrimonios.
Desde mi punto de vista, exigir un derecho, anclado en un pasado rancio y que debe ser superado es un tremendo error. Pero mientras así estén las cosas, mejor lo malo conocido (matrimonio homosexual) que lo óptimo por conocer (equiparación entre parejas de hecho y matrimonios).
Deberian empezar a pensar como personas del siglo en el que estamos, y ademas pensar que no son los unicos ni sus ideas son mejores que las del resto.
Cada cual con su vida deberia poder hacer lo que quisiese sin ningun tipo de polemica.
Cada uno deberia preocuparse por sus propios problemas personales y sociales que le incumben no por las cosas que ademas de no tener nada que ver con ellos, no les afectan para nada ni en lo personal ni en lo social. Igualdad de derechos y libertad para todos.
Publicar un comentario